domingo, 24 de abril de 2011

El mito contra las cuerdas

Inmediatamente después de recibir el impacto del gancho de derecha de Rocky Marciano, Joseph Louis Barrows (Alabama, EE.UU; 1914) se precipitó al suelo del cuadrilátero. No tardó en verse rodeado por las caras de preocupación de su entrenador y sus ayudantes. Con dificultades, logró atisbar sus miradas y algo se removió en su interior. En un solo instante se dio cuenta de que todo había acabado para él, de que esta vez no habría una nueva oportunidad. Mientras tanto, su rival se retiraba a su esquina entre lágrimas. Sí, el joven y prometedor Rocky Marciano había ganado a Joe Louis, pero también había noqueado al ídolo de su niñez. En ese momento, presa de la tristeza, este italo-americano no podía saber que su victoria sobre su mito infantil suponía, a su vez, el nacimiento de su leyenda invicta.

Atrás quedaba la trayectoria del llamado Bombardero de Detroit. 71 peleas en total como profesional, con 68 victorias (54 por K.O) y tres derrotas. Más de once años como campeón del mundo de los pesos pesados y 25 defensas del título. Nadie dio ni ha dado más hasta ahora. Pero son solo números, estadísticas que, a pesar de su grandilocuencia, no hacen honor a un boxeador que fue mucho más que el mejor de su tiempo. Alguien capaz de abanderar las ilusiones y esperanzas de una raza primero y de todo una nación después. Un verdadero ganador en el ring que, sin embargo, acabó recibiendo sus golpes más duros de la vida misma.

Tras una niñez muy complicada, el joven Joe comenzó a entrenarse en el boxeo en Detroit por recomendación de un amigo. De hecho, sus inicios no hacían presagiar la gran figura que sería posteriormente, pues en su primer combate amateur fue humillado por su rival. “Mi primera pelea la perdí por una enorme paliza, pero en vez de desilusionarme, me dio fuerzas para seguir” comentaría Louis años después. De esta forma, con mucha tenacidad y grandes dotes para el deporte, este joven negro comenzó a desafiar los prejuicios norteamericanos de la época hasta convertirse en profesional en 1934.

Poco a poco y con paciencia, Joe Louis logró que sus 15 combates posteriores tuvieran como resultado la victoria. Con 22 años, el púgil empezaba a vislumbrar una carrera meteórica, imparable. Parte del trabajo ya estaba hecho y únicamente quedaba confirmarlo con un par de triunfos de prestigio. El primero debía ser ante Max Schmeling, el alemán campeón del mundo entre 1930 y 1932. Modelo y orgullo del emergente nazismo y perro viejo en el mundo del boxeo. Louis pensaba que sería una victoria fácil. Pero, pecado de juventud, el norteamericano se confió y dejó que el germano le analizara incansablemente hasta dar con su gran punto débil.

Un simple fallo. En apariencia. Cada vez que Louis lanzaba su derecha, bajaba la guardia con la izquierda. Schmeling lo asimiló a conciencia y acabó con su rival en doce asaltos. Por primera vez, el Bombardero de Detroit besaba la lona. Desde entonces, ganar al alemán se convirtió en la obsesión de Joe. Tanto que, una vez recuperado de la derrota y como nuevo campeón del mundo tras superar en junio de 1937 a James Bradock, Joe Louis afirmó que “no diré que soy campeón del mundo hasta derrotar a Schmeling”.

De esta forma había nacido, a la vez, una bonita y eterna rivalidad. Dos modelos. Nazismo contra democracia capitalista. Alemania contra EE.UU. Raza blanca (aria) contra raza negra. Por ello, Hitler se empeñó en utilizar a Schmeling como ejemplo de su régimen. Pero la realidad es que el púgil no comulgaba con el dictador y años después, en plena Guerra Mundial, no pondría reparos en jugarse la vida por salvar de la muerte a dos niños judíos. Mientras tanto, el actual campeón del mundo era visto, en palabras del presidente Roosevelt, como “los músculos necesarios para derrotar a Alemania”. En definitiva, dos instrumentos políticos para una fecha, el 22 de junio de 1938. El día en que los dos se volverían a encontrar y el combate que Louis tenía marcado en rojo en su calendario.

Schmeling - Louis, Louis - Schmeling: una rivalidad para la historia del deporte.
Esta vez no hubo sorpresas, ni color. Las bombas de Joe Louis cayeron sobre el alemán desde un principio. Schmeling solo pudo aguantar sobre el ring poco más de dos minutos, en los que le dio tiempo a besar la lona en varias ocasiones. De ahí, a pasar diez semanas en el hospital por las lesiones siguientes. El norteamericano lo había conseguido, había recuperado su honor y había aupado a su país a la victoria moral sobre el nazismo alemán. Mientras tanto, el boxeador teutón pasaba a ser despreciado por su pueblo y era obligado a combatir en la Segunda Guerra Mundial. Pero el destino aún debía ser caprichoso con los dos.

El triunfo ante Schmeling acabó por catapultar al estrellato a Joe Louis, quien se convirtió en el campeón del mundo de los pesos pesados durante los siguientes once años. Grandes rivales como Jack Sharkey, Tony Galento, Arturo Godoy o Jersey Joe Walcott sucumbirían bajo sus puños en este tiempo, hasta que decidió retirarse de la práctica del boxeo en 1949. Sin embargo, poco le duró la tranquilidad, pues el fisco estadounidense le acusó de irregularidades y le reclamó una cifra que sólo podía pagar desempolvando sus guantes.

Así, en 1950 volvió a los cuadriláteros. Pero ya no era el mismo, estaba muy lejos de tener la frescura de antaño. Combatió abandonado por la ilusión y lastrado por la edad, de manera que se encontró con la consecuencia lógica. Dos derrotas, la primera ante su sucesor como campeón del mundo, Ezzard Charles. Y la segunda, en 1951, frente al imbatible Rocky Marciano. Esta última sería su fin, la demostración de que nunca debió volver y de que, en la vida, la gloria es efímera y suele ir aparejada a la juventud. Joe Louis se retiraba de manera definitiva, pero empezaba en este momento su lucha con la vida.

Su existencia había estado ligada al boxeo y, al perderlo, se quedó sin nada. Cinco matrimonios después y agobiado por las deudas, Louis lo intentó todo. Pasó por la lucha libre e intentó hacer fortuna trabajando como relaciones públicas para un casino de Las Vegas. Fracasos. Cuando la enfermedad le alcanzó, en 1969, solo quedaba de él la sombra de quien fue .Pero a pesar de todo, su estela como leyenda del deporte aún perduraba y le permitió que la sociedad norteamericana, que lo había visto como un ídolo, lo ayudara de diversas maneras, ejemplificándose en un multitudinario concierto de los Jackson 5 en 1970 para recaudar dinero.

Sin embargo, su mayor apoyo fue Max Schmeling. Sí, aquél con el que se partió la cara en dos combates inolvidables. Su encarnizado rival, el orgullo del enemigo, la (para muchos) ‘deleznable’ cara del deporte nazi. El alemán, convertido en un rico y próspero ejecutivo de la empresa Coca-Cola, dio una lección de humanidad y no se olvidó de él en sus últimos días (1981), costeándole las medicinas y el tratamiento médico para frenar la enfermedad que le había postrado en una silla de ruedas. Paradójicamente, el tiempo había invertido sus destinos y Schmeling pudo demostrar, cuarenta años después, que en aquellos dos combates no lucharon dos países enemigos o dos razas. Solo lo habían hecho dos amigos unidos por el deporte.


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