El buen cine se diferencia del resto porque cada uno de sus planos, secuencias, escenas... tiene un porqué. En él, cada instante del metraje está cuidado y tiene sentido, y aunque a primera vista parezca que es de ejecución simple, lo cierto es que un análisis minucioso permitirá descubrir que está tejido con hilo muy fino. Drive es de esas películas. Desde el primer segundo uno se da cuenta de que está ante algo especial, manufacturado con un material de alta calidad aunque el envoltorio que lo rodea no sea el del cine comercial. Es un producto fruto del buen trabajo, de una claridad de ideas que permite que el espectador se encuentre con una de las grandes sorpresas que nos ha dejado el 2011.
El filme nos narra la historia de uno de los personajes más fascinantes que nos ha dado el mundo del celuloide en los últimos años. Drive (Ryan Gosling), un hombre que se gana la vida en un taller de automóviles mientras hace sus pinitos como doble de acción en películas y que por la noche es chófer de criminales. Profesiones que le convierten en sobrio, preciso, inteligente, reflexivo y sobre todo, silencioso. Porque Drive se sale de los parámetros habituales del héroe. Él no necesita las palabras para expresar lo que siente. Le basta con mirar, con actuar. Es ahí donde el actor canadiense doma al personaje de manera excepcional. Se limita a expresar sin excesos, sin adornos; y comunica con todos los recursos que otorga la interpretación. Poco importa que el protagonista sea un hombre de pasado y presente oscuro, bajo eterna presión. Su mondadientes le basta para canalizar su torrente emocional y el resto es cuestión del juego mudo, pero rico, que practica.
Pero más allá de ello, hay que reseñar que la cinta nos deja una primera hora visualmente deliciosa. Maravillosa. En los diez minutos iniciales nos presenta excepcionalmente al hombre de la cazadora de escorpión, sumergiéndonos de lleno y sin avisar en su vida. Pero no es más que un amago, porque pronto Nicolas Winding Refn nos deja claro que estamos ante un fábula, ante un cuento disfrazado de historia de acción en Los Ángeles. No hay más que escuchar esa densa música, escrutar la oscuridad de la noche bajo las luces de neón, visualizar ese coche por autovías interminables o apreciar esos toques ochenteros para encontrarnos, de pronto, envueltos por una atmósfera hipnótica. Ensoñadora. Magnífica.
La brutal puesta en escena sirve como guía para llevarnos en este primera parte de la película a una espléndida historia de amor. El tipo solitario y duro demuestra tener corazón al conocer a su vecina Irene (Carey Mulligan), una madre con problemas familiares. A partir de ahí, los sentimientos afloran poco a poco a través de la pantalla, pero de una manera diferente. Porque esto no es un amor rimbombante, de excesos en las palabras y los comportamientos. Es una amor perceptible en el aire, de silencios, de pausas, de miradas. Aquí, los hechos son los que hablan. Y eso es suficiente. Es el cine en su máxima expresión.
Todo se complicará con el regreso de Standard (Óscar Isaac), el marido de Irene, después de pasar un tiempo en la cárcel. A partir de ahí, la historia dará un giro y el suave tacto inicial del filme pasa a convertirse en rugoso, áspero. Porque la segunda parte de la película es oscura, marcado por la contradictoria y explosiva escena del ascensor donde por primera y única vez el protagonista deja que sus sentimientos entren en ebullición para desencadenar su futuro.Todo cambia a partir de ese instante, pues en esa escena confluyen lo mejor y lo peor de Drive. Será el interruptor que desatará la cacería, digna exponente del mejor cine negro.
Pero en este punto es donde precisamente peca Drive. El amor lleva a la violencia y ésta se reproduce de manera excesiva. El director no se corta y deja varios planos innecesarios, gratuitos, cercanos al mal gusto. El argumento se anuda sobre sí mismo y deriva en una historia del perro y el gato en la que el guión hace aguas por momentos y deja situaciones rayantes con lo absurdo. Pero no lo olvidemos: estamos ante una fábula y en ella lo real se entremezcla con las licencias que otorga lo onírico, lo emocional. Lo importante no es la historia en sí, sino lo que nos quiere decir con ella y cómo lo hace.
Así pues, a pesar de sus defectos, estamos ante una cinta diferente, especial. Los errores en el remate no esconden una excepcional historia dramática, con unas actuaciones de primer nivel capaces de llevar el mensaje de la película a límites insospechados.Verla es un ejercicio de disfrute visual y mental, es vivir las sensaciones que solo son capaces de dejar el buen cine. Son 100 minutos de los que dejan huella, de los que atrapan y se quedan impregnados en el cerebro. Un terreno donde los Oscars, las academias y los críticos moralistas no tienen palabra. Cine que toca la fibra.
Nota: 8,5 / 10
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