Siempre he
pensado que parte de la grandeza del fútbol reside en que en este
deporte no ganan todas las veces los mejores equipos. En él hay lugar
para las sorpresas, para las machadas, para hitos de conjuntos modestos
y humildes que un día o una temporada pueden llegar a soñar con hacer
algo grande. Como el Mirandés esta temporada, alcanzando las
semifinales de la Copa del Rey. Y es que los caminos para conseguir el
triunfo en este juego son infinitos, aunque en muchas ocasiones no
todos son respetados.
El pasado sábado el Chelsea se proclamó campeón de Europa.
Y lo hizo de una manera digamos que peculiar. Porque su fútbol fue
rácano, heredado del italianismo de su técnico Roberto Di Matteo. El
equipo londinense se aprovechó durante el tramo final del torneo de un
evidente factor suerte, pues lo conseguido en las semifinales ante el
Barcelona y en la final ante el Bayern solo se puede considerar como una
encadenación de milagros. Apostó por defender en los tres partidos, encerrándose atrás y regalando el balón a su rival. Era la filosofía del trabajo, del esfuerzo y de aprovechar las pocas ocasiones que tuvieran.
Sujetados en sus dos mejores jugadores, Cech y Drogba,
y en una musculosa plantilla con el don del sacrificio, el equipo
‘blue’ cumplió por fin el sueño de Abramovich, el de ganar una Liga de
Campeones. Curiosamente cuando el Chelsea fue el menos Chelsea desde que
llegó el ruso al club en el 2003. Justo en la temporada en que
había apostado por el buen fútbol de Villas-Boas; para después
prescindir del portugués y poner como relevo a su segundo, Di Matteo.
El italo-suizo hizo lo más inteligente: sacar provecho de los recursos que tenía.
La plantilla no estaba construida para generar fútbol, para el
talento. Solo Lampard, Mata y unos pocos más tienen magia en sus botas.
En cambio, sí había muchos 'albañiles', jugadores fuertes físicamente
preparados para no darle tregua al rival: Essien, Obi-Mikel, Malouda,
Drogba, Ivanovic, Kalou… Di Matteo se dio cuenta de que ya era tarde para intentar tocar una partitura de piano con una trompeta. Si quería sacar provecho de la temporada, solo le quedaba apostar por el juego que más se amoldaba a las piezas que tenía.
Y bien que lo hizo. El Chelsea de Villas-Boas dejó paso al de Di Matteo, como el día da lugar a la noche. Y los ingleses ganaron la Copa inglesa. Y luego la Champions. Sí, jugando de manera poco vistosa. Pero levantando títulos, que es lo que verdaderamente importa. Algo
que el sector crítico no parece entender, porque ha habido algunos
aficionados a los que no les ha agradado que el Chelsea ganara la
Champions encerrados en su área y tirando apenas una vez a la portería
rival.
En los últimos años hemos podido disfrutar y padecer, a partes iguales, el fútbol del Barça. Digo
padecer, sí, porque el buen juego culé ha sido como una invasión, como
una campaña de marketing donde parecía que solo el llamado
popularmente tiki-taka era la única manera de jugar dignamente a esto.
Todo lo que no fuera tocar 30 veces el balón antes de pisar el área
rival era una mala jugada, una mala práctica de este deporte. Para
algunos, el juego del Madrid de Mourinho,
vertical, vistoso y espectacular en ataque, se vuelve rácano y feo por
el simple hecho de estar basado en ocasiones en el contragolpe o por
no marear la perdiz. Toda una injusticia, un engaño.
A tanto llegó la situación hace poco que el propio Barcelona empezó a
empacharse de este juego y abusó de él, sobando la pelota una y otra
vez en todos los partidos sin casi mirar la portería rival. Y yo soy el
primero que digo que me gusta ver el fútbol de toque, el juego
combinativo y de movilidad, de desmarques, de técnica. Los partidos
marcados por los futbolistas talentosos, por Xavi, Silva, Özil, Iniesta,
etc. Pero también digo que ésta no es la única manera de jugar
a esto. Que el fútbol no tiene patente, que hay infinitas
posibilidades y que, al fin y al cabo, defender correctamente también
es jugar bien a este deporte. Porque una cosa es fútbol
vistoso y espectacular y otra el fútbol táctico bien ejecutado. Los dos
forman parte de lo mismo y son igualmente dignas maneras de
desarrollarlo.
Italia tiene cuatro mundiales
y es el inventor y rey del ‘catenaccio’. Quizás su fútbol no pase a la
historia como el más bello o el más preciosista, pero tiene su
indudable valor. Levantar una Copa del Mundo como han hecho varias
veces los transalpinos, o una Champions como el Chelsea no es nada
fácil. Aunque la suerte haya jugado también un factor decisivo en estos
títulos. Porque al azar también hay que buscarlo, cuidarlo. En
definitiva, la raíz de todo está en saber competir. En darse
cuenta de que en el fútbol no gana el que hace el juego más bonito,
sino el que mejor sabe sacar partido de sus recursos. Y eso también
merece un aplauso.
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