Seis días en Egipto dan para sorprenderse. Sobre todo si el visitante no está muy avezado en eso de los viajes internacionales, como admito que es mi caso. Más que nada porque era la primera que vez que viajaba a África y más en concreto a un país de religión islámica, con todo lo que ello supone. El choque cultural a primera vista es patente, si bien no se puede catalogar de positivo o de negativo; simplemente uno al llegar allí se topa con algo distinto a lo que está acostumbrado a ver en España.
Así, nada más salir del aeropuerto lo primero con lo que el foráneo se encuentra es con un tráfico caótico donde no hay reglas aparentes, ya que lo que prima es la pericia y experiencia del conductor. La ausencia de carriles, de semáforos, de pasos de cebra y en definitiva, de señales de tráfico, se ve paliada por la ley de la selva donde prácticamente todo vale, excepto el estresarse por semejante anarquía. De hecho, y como aspecto curioso, parece que los paisanos cairotas tienen asimilado un lenguaje de comunicación vial a través de bocinazos. Algo que podrían convertir en deporte nacional, porque tocan el claxon por cualquier cosa...
Tras la interesante experiencia de hacer un viajecito por las salvajes carreteras egipcias, el siguiente paso es darse cuenta de la inmensidad de la ciudad. Una metrópolis como esta de más de 17 millones de habitantes da mucho de sí, y la verdad que ir de un sitio a otro en ella no suele ser cosa de un rato. Se trata de una urbe con más de 1.000 años de historia y con una tradición cultural importante para el mundo islámico, por lo que le está costando occidentalizarse. Las infraestructuras que posee están en su mayoría anticuadas y muchos de sus ciudadanos desprenden un aire descuidado que empieza a contrastar con el toque moderno que están adoptando sus nuevas generaciones.
En el aspecto social, puedo decir que he regresado con una grata impresión. En líneas generales el pueblo egipcio es amable y respetuoso, e incluso llegaría a afirmar que amigable. El contraste cultural con occidente está bastante bien asimilado (se trata de un país básicamente turístico) y uno allí se puede llegar a encontrar como en casa. Eso sí, cuidado con los pasados de listos y estafadores, porque allí a las primeras de cambio te ayudan en cualquier minucia (como darte papel para secarte las manos tras lavártelas) y a continuación enseguida ya te están pidiendo una propina. Y es que, como en todos lados, hay mucho espabilao.
Todavía no he hablado quizás de lo más importante... ¿qué ver allí? Lo primero, evidentemente, la pirámides. Tanto las de Giza como las de Saqqara. Las primeras por nombre y magnificiencia y las segundas por históricas, por antiguas. Aunque la verdad es que uno de tanto escuchar las excelencias de las mismas, se va de allí con una pequeña decepción. Es lo que tiene hacerse ilusiones... Después tenemos el Museo Egipcio, que no es otra cosa que una gran y bastante desordenada colección de vetustas piezas de la antigua civilización local que para ojos inexpertos acaban por convertirse en idénticas unas de otras tras dos horas de visita. Pero eso sí, la máscara de Tutankamón, de visita obligada.
Más. El centro histórico de la ciudad. Con su Barrio copto (y sus correspondientes iglesias y callejones repletos de historia, muy interesante), su Ciudadela de Saladino (bellas vistas y bonitas mezquitas, pero algo aburrido quizás) y su mercado de Jan el-Jalili. Este último es una calle estresante y llena de vida que está repleta de mercadillos donde el turista puede vivir la experiencia de regatear con los vendedores locales. Hecho que sin duda está muy bien, pero que puede dar un poco cuenta de la ineptitud comercial propia, sobretodo cuando uno se encuentra que en la tienda de al lado te dejan el mismo objeto que acabas de comprar por la mitad de precio...
En definitiva, El Cairo es una ciudad sorprendente y caótica a partes iguales, impregnada por un aroma histórico y cultural que la hace única. Aspectos que además se ven multiplicados exponencialmente si se visita en fechas de Ramadán, como ha sido mi caso. De hecho, todavía se me hace raro no escuchar la llamada a la oración desde los minaretes...
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