Con una carta en la que se autodefinía como "una mierda" y en la que afirmaba que pretendía ser famoso. Así se despidió del mundo Robert Hawkins, el joven de 19 años que el pasado miércoles asesinaba a ocho personas en un centro comercial de Nebraska (EE.UU) y poco después se suicidaba. Días antes había sido despedido de su trabajo y lo había dejado con su novia, quedando sumido en una espiral depresiva que acabó por precipitar los acontecimientos.
Baja autoestima, armas fáciles y una sociedad donde prima la fama fugaz y efímera han sido los ingredientes del caldo de cultivo de un suceso que cada vez se repite más. Jóvenes antisociales y desequilibrados, incomprendidos por una sociedad en ocasiones cruel, que optan por coger un arma con el único fin de sentirse escuchados. El resultado: una matanza innecesaria y evitable; y con ella, un loco que alcanza su instante de gloria y que por unos momentos antes de volarse la cabeza saborea las mieles del "éxito".
La sociedad occidental tiene un grave problema y sus consecuencias empiezan a salpicarnos gota a gota en este comienzo del siglo XXI. Vivimos en un mundo que gira a una velocidad frenética donde cumplir con las expectativas es más una obligación que un deber. Y es que no se puede obviar que el ser humano es un animal social, por lo que aquél individuo que por cualquier motivo experimente la sensación de rechazo, corre el riesgo de convertirse en una bomba de relojería. Sobre todo si tiene la posibilidad de acceder fácilmente a un arma, como en EE.UU.
Así pues, ¿qué es lo que pasa por esas inestables cabezas antes de coger un rifle y liarse a tiros? Básicamente un necesidad de fama y reconocimiento aderezada con un gran sentimiento de venganza. Gente como Robert Hawkins o Cho Seung-Hui son jóvenes que perciben que han fracasado dentro de una sociedad que consideran injusta y que, ante tal situación de marginación, escogen rebelarse. Se sienten minusvalorados, incomprendidos (en ocasiones bajo su propia manipulación de la realidad) y reaccionan con violencia, aún a pena de perder su propia vida. De hecho, poco les importa, porque tienen mucho que ganar y poco que perder.
Digo que tienen poco que perder, aunque sea su propia vida, porque en realidad se encuentran en un punto de difícil retorno en el que sienten que no van a conseguir encajar en la sociedad. Creen que el mundo no está hecho para ellos y ante tal sensación, optan por demostrar su inconformidad atacando a lo que ésta representa. Así, Hawkings optó por entrar en un centro comercial y ponerse a disparar a las personas que se encontraba a su paso, y poco le importaba quiénes fueran: eran simples figuras, mero ejemplo de todo aquello que odiaba y que le había hecho sentirse "una mierda".
En cuanto a qué es lo que gana con ello, respondo con lo que él mismo aludía en su misiva, con la fama. Aunque ésta sea efímera, porque hoy nos acordamos de su nombre y su foto. Y quizás la semana que viene. Pero dentro de un año no será más que una mera estadística más en las páginas de sucesos, un número más de las decenas de asesinatos por parte de locos en colegios, institutos, universidades y centros comerciales estadounidenses. Por tanto, habrá conseguido lo que tanto ansiaba, la inmortalidad. Pero una inmortalidad inútil, innecesaria, porque su legado no aportará nada positivo y porque en unos meses nadie se acordará de su nombre sin mirarlo en los libros.
Es curioso, pero desde tiempos inmemoriales el ser humano siempre ha buscado el secreto de la eterna juventud, de la inmortalidad. Dejando atrás los avances en genética, la realidad es que hoy en día sabemos que sólo hay una forma de alcanzarla, y paradójicamente ésta llega sólo tras la muerte. Como reflexiona Milan Kundera en su genial obra La inmortalidad, ésta no es más que el reconocimiento y el recuerdo que consigue una persona tras su muerte. Es, en resumen, la posibilidad de evocar a alguien que no está, merced al legado que le dejó a los vivos. Por eso, todas las personas que han conseguido entrar en los libros de historia han logrado ser inmortales.
Sin embargo, hay muchas formas de alcanzarla. Unas loables, otras deleznables. El caso del desequilibrado de Nebraska que nos ocupa pertenece al segundo grupo. El chico ha conseguido después de muerto la fama que tanto ansiaba en vida y poco importa si no la ha podido disfrutar más que unos segundos, porque una de las condiciones de la inmortalidad es que no se puede saborear. Al final se ha salido con la suya, aunque por lo menos a los vivos siempre nos quedará la opción de inscribirle en la lista de los inmortales aborrecibles.
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