lunes, 29 de diciembre de 2008

Los payasos de la tele

Lunes, 22 de diciembre de 2008. Mañana de ilusiones y esperanzas para millones de españoles, mañana de trabajo para muchos, mañana de información para unos pocos. La jornada transcurre con la normalidad que puede tener un día así, más allá de lo que va deparando el dichoso azar y de las gotas de humor que desprenden la decena de personajes que desfilan por el salón de loterías de la calle Guzmán el Bueno: unas señoras vestidas de angelitos, un joven en bata y con zapatillas de andar por casa, un señor portando un dorado traje conformado por 20.000 monedas de 1 peseta y cuyo peso es de 40 kilos... Es la Lotería de Navidad.

De pronto poco antes de las once de la mañana, un par de bolitas caen de sus bombos dando vueltas. Pueden que sean un simple premio más, de esos que resuenan a lo largo de tres horas de manera repetitiva, de los que se quedan en unos simples mil euros. Pero esta vez es un número que pronto se convierte en codiciado, es el segundo premio: 78.400. Vaya, una cifra redonda, de las que me gustan y que por lo visto después averiguo que la gente rechaza. Será por tener tantos ceros...

Un momento, que alguien se levanta de su asiento en el salón de loterías. ¡Parece que tiene un décimo premiado! Nos acercamos todos, ávidos de conseguir una imagen que demuestre lo caprichoso que puede ser el azar, mira que tocarle a alguien en vivo y en directo... Ahhh, no, ¡qué va! Confirmo lo dicho, el azar es muy caprichoso, pero en este caso también cruel: el buen hombre tenía el 76.4oo. Un ocho por un seis y hubiera cambiado la historia. Maldita cifra.

No tarda en sonarme el teléfono. El segundo premio ha caído en Villaverde, más en concreto, en una administración de loterías situada en el centro comercial de Ciudad de los Ángeles. Toca irse del salón, aún conteniendo la tensión por la ausencia todavía del gordo. Ya me enteraré después de cuál es, que las prisas mandan. Así es como una hora después estoy a las puertas del Carrefour madrileño, buscando una fiesta que debe acabar de empezar. Pero no me hace falta esforzar mucho la vista, porque una maraña de periodistas y reporteros me indica cuál es uno de los lugares con más suerte de España.

Me dispongo a hacer la clásica toma de declaraciones y de recursos de los agraciados. Digo clásica porque se podía hacer el experimento de poner en las noticias del día imágenes de archivo de un gran premio cualquiera de una Lotería de Navidad cualquiera, que seguro que colaban como actuales. Todos los años lo mismo y las mismas declaraciones, sólo que cambian las personas:
  • Lotera cualquiera: Ha sido una sorpresa para todos nosotros, me alegro mucho de haber repartido tanto dinero...
  • Premiado cualquiera: Estoy que todavía no me lo creo... Supongo que me lo gastaré en pagar la hipoteca y algún capricho...
En eso estaba yo cuando de repente noto que una marea humana se me viene encima. Gente con cámara en hombro, con micrófonos en mano, con blocs de notas... periodistas en definitiva. Me empujan y provocan que me cueste mantenter el equilibrio. Rodean a alguien que acaba de llegar, pero no soy lo suficientemente alto como para vislumbrar quién es. Vaya, parece que la noticia ha llegado, toca sacar codos y hacerse un hueco en la jungla. Poco a poco veo que es una señora mayor, casi anciana. Muy apurada ella, blande una bolsa de plástico en la que dentro se vislumbran papelitos muy pequeños, como trozos rotos. Dice que es un décimo de lotería premiado que ha lavado sin querer con su bata...

Tenemos la anécdota de la jornada. Poco a poco la señora se mete en la administración de la lotería y habla con la responsable, que la tranquiliza: el décimo debe ser analizado, pero probablemente podrá cobrar el premio. La buena señora sale más tranquila y allí cuenta su rocambolesca historia, más rocambolesca aún si se puede merced al bocadillo envuelto en papel de aluminio que porta en la mano. Resulta que había metido en la lavadora su bata con el décimo en su interior y la había pegado un agua. Cuando salió el premio se dio cuenta de su error y, apurada, atención, lo metió en la primera bolsa que encontró, en la cual tenía guardados su reserva de guisantes.

Increíble historia, aunque como la realidad suele superar a la ficción, ha de ser cierta. Al menos es la idea con la que me voy tras acabar de seguir las celebraciones en Villaverde. Pero llega la tarde y con ella, el rumor de que lo que parecía una graciosa anécdota es en realidad una farsa llevada a cabo por el Follonero, graciosete profesional de La Sexta y por lo que parece también investigador profesional, de esos que hacen estudios muy complejos para dejarles a otros las vergüenzas al aire. Vamos, que una actriz contratada por este señor se había acercado a este barrio madrileño para demostrar que cualquier espabilao sin nada que hacer puede generar una noticia.

La realidad es que la gracia ha traído cola. Desde los que creen que la broma puede ofender a los parados en estos tiempos de crisis (¿y a los periodistas que sufrieron los avatares por cubrir la información?, me pregunto yo) a los que piensan que los verdaderos responsables de tamaño sainete son los propios plumillas. Sí, hasta el propio periodista Urbaneja ha llegado a afirmar que "El patín no lo ha montado el programa, sino la atracción [que sienten los medios] por lo raro, lo perverso y lo anómalo. La responsabilidad recae en quien busca la información, pero esto no habría ocurrido si se hubiesen cumplido dos principios: la búsqueda de la verdad y la verificación de la noticia. Esto me trae a la cabeza aquel viejo principio del buen periodismo".

Claro, ahora en el kit del periodista debería ir un polígrafo, para aplicárselo a todo aquél que nos aporte una declaración. O mejor, el periodista debería haberse pasado la tarde entera buscando dos fuentes más que dieran veracidad a todo lo dicho por la mujer: su hijo y la vecina del cuarto, mismamente. Total, se trata de una información de relevancia nacional que quizás nos saque de la crisis. Pero mejor no hablemos de la crisis, que lo mismo también los periodistas tienen la culpa...

Sin duda, la información era de por sí absurda. La historia que contaba lo señora lo era y el eco que iba a tener era casi nulo, más allá de lo anecdótico. Pero era un hecho que a la gente le iba a permitir sacarle una media sonrisa, tan acostumbrada como está a consumir noticias del prójimo de poca relevancia, cuyo máximo exponente son las revistas del corazón. Era quizás una de las imágenes del día, aquella que nos podría rescatar de la redundancia de los loteros y premiados celebrando su suerte con unas botellas de cava. Y el Follonero, muy espabilao él, lo sabía. Así que se aprovechó de ello, a costa de la labor periodística de unos cuantos y de la candidez de otros muchos. El resultado, una broma muy publicitaria y de escaso gusto. Pero eso importa poco, porque ha vuelto la era de los payasos de la tele. Sólo que ahora son distintos a los de hace cuarenta años.