sábado, 31 de mayo de 2008

domingo, 25 de mayo de 2008

viernes, 23 de mayo de 2008

El efecto reminiscencia

El tiempo, ese sorprendente e inapelable compañero de viaje que todos querríamos manejar a nuestro antojo, y que, sin embargo, escapa a nuestras capacidades de control. Un aspecto que a lo largo de la historia se ha convertido en materia de preocupación de ese imaginario colectivo que tan bien queda representado en numerosas ocasiones por el mundo del cine. Porque, ¿a quién no le gustaría covertirse en Hiro Nakamura para poder detenerlo y viajar a través de él para poder hacer un mundo mejor? ¿O a quién no le gustaría viajar al pasado para vivir y desvelar los secretos de los acontecimientos más importantes de la historia?

Sin duda, un concepto muy complejo que es imposible de analizar y estudiar en profundidad de un solo vistazo, por lo que merece nuestra atención presente y futura a lo largo de sucesivos capítulos. Para empezar, podemos distinguir entre dos tiempos diferentes, el real y subjetivo. El primero es aquél relacionado con la física, es decir, el objetivo que debería ser igual para todos. Digo debería porque a efectos prácticos no es así, y es aquí donde entra la segunda clasificación de tiempo: el subjetivo. Vamos, aquella percepción que cada uno de nosotros tenemos de ese tiempo objetivo y que viene dado por variables tan diversas como el aprendizaje, las habilidades cognitivas y el ambiente físico y social.

Esto quiere decir que cada uno de nosotros medimos el tiempo según unos parámetros individuales y propios que vienen marcados por nuestro entorno. Algo que es muy fácil de experimentar, ya que es habitual que en los momentos de mayor disfrute el tiempo se nos escape casi entre los dedos, mientras que en los peores instantes sea cuando éste se estira hasta convertirse prácticamente en eterno. Una experiencia que se debe a que el tiempo no se mide en nuestro cerebro por segundos, sino por los impulsos elétricos que rigen nuestra percepción. Por eso este fenómeno no es sólo cuestión de física, sino también de biología.

Dentro de este reloj interno se hace importante remarcar las tres sensaciones distintas que se pueden vivir en relación al tiempo:

  • La duración prolongada: Propio de situaciones que no nos son habituales ni rutinarias, más característico de momentos de gran tensión y atención.

  • La sincronía con el tiempo real: La más común, se mide el tiempo en consonancia al real u objetivo.

  • El tiempo comprimido: Sensación de que éste pasa de manera más rápido a lo habitual, estando relacionado con las labores automáticas que realizamos o aquellas que no exigen nuestra atención. El caso extremo de esta situación se vive cuando nos encontramos en un estado de inconsciencia, como cuando dormimos.

En este punto es donde encontramos lo que muchos científicos han decidido llamar como el efecto reminiscencia. Un recurso de nuestro cerebro para concentrar los recuerdos en períodos concretos de nuestra vida y que se empieza a manifestar a partir de los cincuenta años de edad. Es en este momento cuando en nuestra memoria se acumulan y rememoran aquellos instantes vividos cuando teníamos en torno a los veinte años, en la época inicial de nuestra vida adulta. Exactamente el periodo caracterizado por las primeras experiencias, donde las sensaciones se vuelven más intensas que en sucesivas ocasiones: es, en definitiva, cuando se configura nuestra forma de ser y lo que vamos a ser el resto de nuestros días.

De esto se deriva esa sensación de que la vida se acelera según se van cumpliendo años, de que el tiempo cada vez pasa más rápido. Lo que se debe, según palabras de Douwe Draaisma, catedrático de Historia de la Psicología en la Universidad de Groningen, a que "juzgamos el tiempo según el número de recuerdos que tenemos y su intensidad". Es decir, cuanto más recuerdos iguales tenemos, más deprisa pasa el tiempo, porque nos instalamos en esa rutina que tan poco nos aporta.

Por eso, quizás el secreto de la eterna juventud resida en llenar nuestros días de nuevas experiencias y sensaciones que permitan a nuestro cerebro paladear los contecimientos que estamos viviendo. Viajar, variar las aficiones, aprender nuevas cosas... son algunas de las recomendaciones para aprovechar al máximo los días de nuestra vida y convertirla en algo mas que una mera y simple rápida rutina.

jueves, 15 de mayo de 2008

sábado, 10 de mayo de 2008

La Cerradura: Un mundo sin fin

El placer de la lectura reside en el hecho de que un buen libro permite a su lector abstraerse de todo lo que le rodea de una manera casi excepcional. El tiempo y el espacio casi dejan de existir, en beneficio de la historia paralela que se recrea en la narración. Son momentos de intimidad en los que uno se sumerge junto a los personajes de la obra y vive los acontecimientos que les suceden con una empatía sorprendente, recreando de manera mental la ficción descrita por el autor con simples palabras.

Éstas han sido exactamente las sensaciones que he vuelto a experimentar leyendo la obra de Ken Follet Un mundo sin fin. Esperada continuación de Los pilares de la Tierra, novela que en algo menos de veinte años ha vendido más de catorce millones de copias en todo el mundo, la obra nos ofrece los mismos ingredientes que llevaron al éxito a su antecesora. Son más de un millar de páginas dominadas por una estructura argumental que consigue mantener la expectación y el ritmo a un alto nivel hasta el último instante, lo que es de agradecer en un tochaco como éste.

Kingsbridge, 1327. Han pasado 153 años desde el final de los acontecimientos narrados en Los pilares de la Tierra, pero las cosas no han cambiado demasiado en el priorato, ya que sigue siendo una época dominada por las más bajas pulsiones del ser humano: violencia, ambición, egoísmo, venganza... Un entorno muy duro en el que crecen los cuatro niños protagonistas de la obra, Gwenda, la hija de un vulgar ladronzuelo; Caris, un niña cuyo fin en la vida es ser doctora; y Merthin y Ralph, dos hermanos muy diferentes pertenecientes a una familia señorial venida a menos.

Los cuatro serán testigos en el bosque de un acontecimiento que les marcará el resto de sus días, pues verán cómo un caballero del rey es perseguido y atacado por dos soldados. Sin embargo, merced a la ayuda de los niños, el caballero consigue salvar la vida, y con ella, una carta de vital importancia para el futuro de la corona inglesa. Junto a la complicidad de Merthin, el hombre esconderá el documento en el bosque y optará por convertirse en monje el resto de su vida, en lo que será la mejor manera de mantener el secreto a salvaguarda de intrigas.

Sin embargo, este hecho marcará el futuro de los cuatro jóvenes protagonistas, quienes a partir de ese momento seguirán caminos muy diversos que se irán entrecruzando a lo largo de toda la obra. Unas historias dominadas por las luchas de poder que se van sucediendo en Kingsbridge y en sus alrededores, y narradas con la habitual maestría e interés que le proporciona el autor galés.

La realidad es que la novela no consigue alcanzar el nivel y la intensidad de su predecesora, aunque se puede afirmar que es una dignísima continuación de la misma. Al leerla me he sentido igual de atrapado que cuando hice lo propio con los Pilares de la Tierra, pero no con la misma fuerza. Será cosa de la ausencia de novedad, porque evidentemente que esta secuela no tiene la frescura que el libro que da inicio a la saga. Lo que no es óbice para afirmar que nos encontramos ante una de las mejores novelas de los últimos años.

¿La razón? Pues una recreación histórica estupenda, que no se para en los detalles nimios y de poco interés para el lector poco avezado en esas lides; unos personajes con una personalidad bien definida y con mucha fuerza, capaces causar empatía; y una línea argumental bien cuidada plagada de acontecimientos y altibajos dramáticos que consiguen mantener el interés en todo momento. Y es que Un mundo sin fin es una recreación realista de la vida en el siglo XIV, con lo que eso supone. Es una historia sobre el ser humano y sus anhelos y deseos, sobre su lucha constante por lograr sus objetivos, por lograr sus sueños. Es, en definitiva, un buen libro.

PUNTUACIÓN: 9 / 10

miércoles, 7 de mayo de 2008

"Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro."

(Groucho Marx)

viernes, 2 de mayo de 2008

2-5-1808: El día en el que cambió la historia de un país

No llegó a 24 horas, pero fue un tiempo suficiente para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Tampoco hizo falta que la respuesta fuese exitosa, porque el camino a seguir acababa de ser marcado. Y es que hoy se cumplen doscientos años del famoso 2 de Mayo, aquél día en el que un pueblo harto de ser engañado por el invasor francés se alzó en armas en pos de su libertad. Muchos lo pagarían con su vida, pero lo que se obtendría a cambio sería un bien mucho más preciado: el derecho de todo a un país a decidir por sí mismo.

El rumbo de los acontecimientos venía marcado ese segundo de mayo por los sucesos que habían transcurrido en los anteriores meses. Tras el motín de Aranjuez de marzo de 1808, en el que los madrileños consiguieron deponer al rey Carlos IV y al primer ministro Godoy, Madrid fue ocupada por las tropas del general francés Joaquín Murat. En un principio, las milicias de Napoleón Bonaparte había entrado en España con el beneplácito de la monarquía local con la excusa de atacar a su gran enemigo el Reino de Portugal, pero la realidad es que se trataba de un nuevo ejemplo de la estrategia del caballo de Troya.

Así, los madrileños empezaban a sospechar que los franceses habían entrado en nuestras fronteras con la intención de echar raíces, algo que se confirmó cuando tanto como Carlos IV como su hijo, el nuevo rey Fernando VII, fueron invitados a visitar a Bayona para negociar con Napoleón. Una encerrona absoluta en la que Bonaparte, en lugar de reafirmar al rey legítimo de España, consiguió manipular tanto al padre como al hijo para que ambos le cediesen los derechos de la corona hispana. Como resultado, había nuevo rey para la nación, José I Bonaparte, más conocido como Pepe Botella.

Mientras en territorio francés se conspiraba contra la corona española, el pueblo madrileño estaba cada vez más encendido. Así, la mecha acabó de prender cuando la Junta de Gobierno establecida para representar a Fernando VII en su ausencia autorizó la partida desde Madrid hacia Bayona del infante Francisco de Paula, el último gran representante de la realeza nacional que quedaba en el Palacio Real. Madrid se quedaba sin referentes, por lo que era el momento de que el pueblo reaccionase.

El 2 de mayo una muchedumbre se concentró ante el Palacio Real para impedir la salida del infante, ante lo que el general Murat reaccionó movilizando a su artillería de la Guardia Imperial contra la multitud. Esto significaba que lo madrileños, además de ver cómo habían sido engañados, tenían que soportar el ataque de las tropas invasoras en su propia casa, ante lo que decidieron responder a través de la lucha armada. Comenzaba de esta manera el 2 de mayo, una jornada de lucha callejera contra uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Es decir, un combate desigual, de palos y tijeras contra los sables galos.

El resultado de la contienda estaba decidido, a pesar de que los ciudadanos madrileños opusieron más resistencia de la que se podía esperar de personas inexpertas en tácticas militares. De esta manera, unos 30.000 hombres del general Murat consiguieron entrar en la capital, y poco a poco, sofocar la revuelta popular. Digo popular porque tan sólo los capitanes Luis Daoíz y Torres y Pedro Velarde Santillán fueron los únicos hombres de armas de alta graduación que se enfrentaron a las tropas invasoras.

Según iba cayendo la noche de este dos de mayo los ajusticiamientos y ejecuciones se fueron sucediendo a lo largo y ancho de toda la ciudad. Murat creía que el levantamiento revolucionario español ya había acabado con estos incidentes, pero la realidad es que no había hecho más que empezar. Lo que sucedió en Madrid no fue más que un ejemplo para que el resto del país se movilizara para librarse de la invasión, un aspecto en el que Móstoles adquirió especial relevancia. Así, en la ciudad sureña se firmó por parte del político Juan Pérez Villamil y los alcaldes de la localidad Andrés Torrejón y Simón Hernández un bando en el que animaban a todos los españoles a luchar contra las tropas francesas.

Con este bando, daba comienzo la Guerra de la Independecia española. Pero eso ya es otra historia...